La decisión de José Antonio Kast de restarse de los debates televisivos no solo marca un giro en su estrategia, sino que revela una incomodidad evidente con los espacios donde las preguntas no se pueden editar. En un escenario democrático, los debates no son un capricho televisivo: son una obligación mínima para contrastar proyectos, enfrentar ideas y rendir cuentas. Negarse sistemáticamente a participar, además de inusual, muestra a un candidato que prefiere hablar sin contrapreguntas antes que medirse en igualdad de condiciones con sus adversarios.
El impacto más inmediato es la percepción pública: cuando un candidato evita los debates, difícilmente se interpreta como seguridad o solidez, sino como temor a la confrontación, a la transparencia o a un eventual desarme argumental frente a millones de espectadores. La excusa de “priorizar solo ciertos espacios” suena más a control de daños que a convicción política. Y peor aún cuando su ausencia obliga a los canales a cancelar programas completos, afectando a la ciudadanía que esperaba ver contrastes y respuestas.
A estas alturas, la negativa reiterada de Kast no solo evidencia una estrategia defensiva, sino que instala una pregunta incómoda: ¿qué tan preparado está un candidato que evita los espacios donde su liderazgo, su programa y su carácter deben ponerse a prueba? En vez de fortalecer su imagen, estas ausencias la erosionan, proyectando a un postulante que solo se siente cómodo cuando nadie lo interpela. En democracia, eso no es fortaleza: es una señal de fragilidad.
Curioso, considerando que algún tiempo atrás el mismo Pepe Zanjas pensaba así: