Leonidas Romero, diputado evangélico chileno, ha construido su imagen pública sobre una fe profundamente militante, que trasciende lo personal para impregnar su actividad legislativa. Desde su llegada al Congreso, ha dejado claro que su interpretación literal de la Biblia es el principal filtro a través del cual evalúa políticas públicas, derechos civiles y debates éticos. Su oratoria suele combinar citas bíblicas con argumentos políticos, como si el Parlamento fuera una extensión del púlpito.
Su fanatismo se ha evidenciado en múltiples discusiones, especialmente en temas como derechos reproductivos, educación sexual o matrimonio igualitario, donde defiende posturas ultraconservadoras con un fervor casi misionero. Para Romero, estos debates no son simples diferencias de opinión, sino batallas morales entre el “bien” y el “mal”, lo que lo lleva a descartar cualquier punto intermedio o enfoque laico.
En el plano político, ha sido un aliado constante de sectores más radicales de la derecha, reforzando causas que se alinean con su visión religiosa. Sin embargo, esta postura ha generado tensiones incluso dentro de su propio sector, ya que su intransigencia lo vuelve un actor difícil de conciliar con agendas más pragmáticas. Su estilo, marcado por declaraciones tajantes y poco espacio para el diálogo, lo ha convertido en una figura polarizadora.
Sus detractores lo acusan de confundir la política con la evangelización, y de utilizar su cargo para imponer creencias personales a toda la población, ignorando el carácter laico del Estado. Para sus seguidores, en cambio, es un hombre de principios inquebrantables, dispuesto a “dar la pelea” contra lo que consideran la decadencia moral de la sociedad. Lo cierto es que Leonidas Romero ha hecho del fanatismo su marca registrada, para bien o para mal, asegurándose un lugar en la política chilena como uno de sus cruzados más fervorosos.